El mundo está en jaque, pero no por el Covid 19

11 Mayo 2020

Estas nuevas generaciones necesitan mucho más que una educación consciente basada en la compasión, la empatía y el amor. Necesitan rescatar –rescatar en el sentido de salvar de la muerte– el patrimonio de sabiduría que por milenios ha guiado al ser humano y que hoy agoniza. 

Ricardo Pulido >
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Reaccionamos localmente en el contexto de una economía global. Este es el dilema actual.

Las reacciones de cada gobierno son locales, se basan en un sentido común ligado a la tierra misma, a la supervivencia, al hábitat más próximo. Proteger la población, barreras de protección, cierre de comunas, cuarentenas, estrategias sanitarias, etc. Todas estas han sido medidas locales, medidas para proteger a los próximos, a los propios. Que en Perú o Argentina la tasa de contagio esté alta o baja es solo una información que permite contrastar cómo lo estamos haciendo aquí en Chile, nada más. ¿Algún tipo de coordinación, de cooperación internacional? ¿Algún ademán de ponernos de acuerdo entre países vecinos de cómo abordar la pandemia? Nada, cero… cada cual se rasca con sus uñas. Y esto es a todo nivel. No solo entre países, sino también entre ciudades, comunas, comunidades.

Y no podemos juzgar estas reacciones porque son reacciones primitivas frente a una amenaza extrema. La vida está en juego –real o imaginariamente, pero de eso se trata la pandemia– y cuando la vida está en juego los ideales y valores se hacen a un lado, a menos que estén, a tal punto arraigados y encarnados, que sean capaces de abrirse camino río arriba respecto a la pulsión biológica que presiona por sobrevivir a toda costa. No podemos juzgarlas, son así. Es lo que emerge. Es un dato.

Al mismo tiempo, estas reacciones viscerales, primitivas y locales, emergen en un mundo globalizado y altamente sofisticado. Emergen en un mundo donde las economías locales tienen poco y nada que decir –y menos aún decidir– sobre su destino. Al final de cuentas lo que pase en la economía local de Chillepín o Chincolco –o sea en su movimiento, transacciones e interacciones cotidianas– depende mucho más de los indicadores económicos internacionales que del clima, las elecciones políticas locales o el esfuerzo de sus habitantes. La economía planetaria está sostenida en una máquina productiva condenada a crecer constantemente, o sea que no puede parar porque si se detiene –al igual que cuando vamos en bicicleta– se cae, colapsa. Y esto no es menor porque una sociedad derrumbada económicamente produce sufrimiento, miseria y desesperación.

Todo esto quiere decir que las reacciones locales no consideran –y no pueden considerar porque son viscerales mucho antes que racionales– el contexto global en que se mueve la economía y, al mismo tiempo, que las reglas de la economía global no respetan –ni pueden respetar porque son reglas técnicas y no biológicas o humanitarias– las reacciones locales para enfrentar la pandemia. Este es el lío. Este es el dilema en el que estamos metidos.

Estamos seguramente viviendo el primer gran desafío planetario. Y no estamos preparados. No tenemos ninguna confianza entre naciones. Seguimos siendo, sustancialmente, aliados o enemigos los unos de los otros, en ningún caso hermanos. No hemos sido capaces de crear un plan global de contención de la pandemia que incluya políticas sanitarias, proyectos transnacionales de investigación y programas mundiales de contención económica. No solo no hemos sido capaces, ni siquiera se han hecho los intentos porque no hay paño para cortar, el horno no está para bollos. Si ya con la emergencia climática quedaba en evidencia el nulo impacto que puede tener la ONU en el destino del planeta, con su rol en la pandemia ya se vuelve un absurdo su existencia.

La realidad de esta situación –y es esto lo que le da su carácter delirante– es que el Cornonavirus no es la verdadera amenaza. En el fondo es solo un virus complejo, cabrón, contagioso, pero en ningún caso se trata de algo como la peste negra. De hecho, la mayoría de la población se puede defender de él sin asistencia médica. La verdadera amenaza es estar viviendo en una mundo global sin que estemos realmente unidos –con unidos no entiendo que “nos queramos los unos a los otros”, o que “vivamos juntos en armonía”, para nada, el conflicto es inherente al ser humano, a su psiquis y desarrollo; con unidos entiendo una capacidad mínima de organización y coordinación global fundada en un sentimiento colectivo de común humanidad–. En otras palabras, el hecho de que la economía se haya vuelto global obliga a crear una organización política global. No es viable seguir operando localmente cuando el destino de cada localidad ya no depende de sí misma junto a sus redes de relaciones próximas, sino de la matriz económica global. La gran amenaza no es le Covid, es la total ausencia de organización mundial frente a un problema de orden global.  

Este pensamiento encuentra dos grandes dificultades. La primera es que un gobierno global despierta sospechas –legítimas diría yo– de la posibilidad de engendrar un sistema de vigilancia y control total de las minorías poderosas sobre el resto de la población. La segunda, es que una real organización política global y democrática, no se funda –como hemos visto que ocurre en las lamentables democracias locales– en un mero montaje o show electoral, sino que se funda en un sentimiento poético colectivo, en una resonancia común que traza un proyecto compartido en el que, por supuesto, caben múltiples formas y trayectos. Pues bien, este sentimiento está aún lejos, pero se está gestando seguramente en las consciencias de los niños y jóvenes de todo el mundo que sienten, quizás sin saber traducirlo en palabras, el sinsentido de todo este mundo fútil y vano. A ellos les espera la tarea de dar vida al nuevo orden global, no el de las transnacionales que comandan los gobiernos locales, sino, el de un gobierno transnacional que regule las acciones de las economías locales tutelando el bien común.

Estas nuevas generaciones necesitan mucho más que una educación consciente basada en la compasión, la empatía y el amor. Necesitan rescatar –rescatar en el sentido de salvar de la muerte– el patrimonio de sabiduría que por milenios ha guiado al ser humano y que hoy agoniza. Poesía, historia, filosofía, arte, espiritualidad, son todos grandes contendores de este patrimonio y la cuarentena, entre medio de las preocupaciones y las angustias, nos ha recordado el valor de todos ellos. La tarea urgente de los mayores es trasmitirle este patrimonio, este saber hacer, esta sensibilidad a los niños y jóvenes y no dejar que se pierda en el alucinante, pero vacío y frío mundo de la técnica.