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Opinión: Carta a la Alianza Francesa de Osorno de una expulsada

29 Septiembre 2014

"Estar en la Alianza, no era sólo el acto de ir día a día a estudiar, de tener acceso a la educación, sino que era ser parte de una comunidad, una elite que generación tras generación asiste a este colegio fundado en 1945 por colonos franceses llegados a Osorno".

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Escribo esta carta luego que una amiga me reenviara cariñosamente un correo de la Alianza Francesa de Osorno – de la que no sabía hace años – en la que se citaba a «una reunión de ex alumnos para decidir algunos detalles cruciales que nos activen como agrupación». Fue entonces que me pregunté si yo era ex-alumna pero rápidamente me dije que no, que yo había sido expulsada, rechazada, no querida ahí. Fue también entonces que me di cuenta de cuánta molestia persistía en mi contra este “establecimiento educacional” con el que aún tengo pesadillas.

Por ahí por el año 1996, yo debo haber tenido 14 ó 15 años, si bien recuerdo, en 1ero medio, luego de un largo proceso en que me llenaron de advertencias, en que pasé a ser la “niña problema” emblemática de mi curso, en que mi matrícula tuvo el apodo de “condicional” durante un largo rato, el consejo de profesores acordó una reunión a final de año donde se decidiría si yo seguiría o no en el colegio. Recuerdo perfecto estar esperando a mi mamá sentada en la parte de atrás del auto, mientras ella recibiría la resolución del dictamen. Al llegar al auto, se subió, cerró la puerta, la miré por el espejo retrovisor y como pocas veces en mi vida, la vi llorando. Para mi hasta ese entonces nada de todo esto me parecía muy serio, claro, tenía 15 años, más me preocupaba pasarlo bien, salir con los amigos, estudiar lo suficiente y pensar en el futuro. Pero en ese instante fue como recibir una cachetada-balde-de-agua-fría, en un segundo vi pasar muchas escenas como en una película en cámara rápida. Me habían echado del colegio, uno de los colegios más prestigiosos y caros de Osorno, un colegio particular, colegio que mes a mes, mis papás, como miembros de una clase acomodada, pagaban para que mis hermanos y yo asistiéramos. Hoy me parece tan raro que uno pague y que además te echen, definitivamente no tienen que haberme querido para nada ahí. Nunca me explicaron bien las razones, me habían dicho en el colegio, textual, que era una “líder negativa” y a mi mamá “que no sabían que hacer conmigo”, que “los profesores no se la podían”. Unos días más tarde, tuve que ir con toda mi rabia adolescente, ponerme ese uniforme por última vez para subirme a un escenario a recibir de la mano de los que “no me querían” o “no me aceptaban” un premio por mis notas. El regalo era un libro que se llamaba “Rebeldes”.

Debo aclarar eso sí que antes de esto, por ahí por mediados de año, luego de innumerables advertencias (tanto por profesores como por mi familia) yo había decidido, ingenuamente, llevar a la práctica algo así como un “cambio de actitud”. Fue entonces que comencé a sentarme en los primeros puestos de la sala de clases intentando dejar atrás mi “mala conducta”. Debo reconocer que aún cuando era una alumna sobresaliente en cuanto a notas se refiere, me portaba pésimo en clases, más de alguna vez le falté el respeto a un profesor (de las peores cosas que hice junto a algunos amigos o compañeros, fue una vez que le tiramos tinta con nuestras lapiceras al delantal del profesor mientras este estaba de espalda a la clase escribiendo en la pizarra). Otras veces, debo admitir, me fui de la sala dando portazos por desavenencias con los profesores. Mi actitud era soberbia y apatronada, lo sé. Sin embargo, a varios profesores los respetaba, me parecían admirables e inteligentes, como el profesor de física (que lideró las marchas una vez contra el colegio, recuerdo), la profesora de química y muchos otros a quiénes hasta el día de hoy recuerdo con cariño (la querida madame Michelle, con quien seguimos en contacto). Pero habían muchos otros que me parecían desmotivados y desmotivadores, arrogantes y sobre todo conservadores (el profesor de francés conocido por tener el dedo siempre en su nariz, encargado supuestamente de mostrarnos la literatura francesa, pero a quién año tras año engañábamos entregándole resúmenes de los libros –  que supuestamente leíamos – que plagiábamos entre estudiantes de diferentes ciclos; raro que nunca se haya dado cuenta). Además, reglas como que el pelo de los hombres no debía sobrepasar el cuello de la camisa me parecían absurdas y contra muchas de ellas yo me rebelaba (para ocupar la terminología con la que se me acusaba en esa época). Sobre todo cuando empecé a participar en las “Inter Alianzas” y descubrí lo distinto que eran las Alianzas de otras ciudades, en particular los de Santiago entre los que destacaban algunos por sus melenas hasta la cintura, lo que me llamó profundamente la atención. O cuando llegaban algunos profesores franceses a hacernos clases por algunos años, (más allá de la violencia simbólica generada por las diferencias que habían entre los profesores franceses y los chilenos, como aquél director francés que se paseaba en descapotable por la ciudad), entre los cuáles una profesora francesa que sin saber me mostró un nueva libertad cuando notamos sonrojadas con algunas compañeras su axila nunca depilada.

Estar en la Alianza, no era sólo el acto de ir día a día a estudiar, de tener acceso a la educación, sino que era ser parte de una comunidad, una elite que generación tras generación asiste a este colegio fundado en 1945 por colonos franceses llegados a Osorno. Cuando me echaron, ya no sólo podía seguir formándome en un lugar donde llevaba casi diez años – pagando – sino que rápidamente me transformaba en una outsider de la elitisada comunidad en torno a esta institución y de la desigual sociedad osornina. Me lo habían advertido, quizás me lo merecía. Esta carta no apunta ni a lo uno ni a lo otro, sino que se interroga sobre el rol de una institución en una sociedad tan segregada como lo es la osornina donde viví 15 años.

El mayor problema era donde estudiar siendo outsider pero cuica. Me tuve que ir a un colegio tan malo que ya no existe. Obviamente, no me fue tan bien en la PPA como yo lo esperaba (quería estudiar Astronomía) pero en cierta medida agradezco que me hayan echado del colegio porque fue entonces que me empecé a interesar por un sinnúmero de aspectos que nunca, ni someramente, aprendí en la Alianza. Por ejemplo, que vivíamos en zona Mapuche, que “nosotros”, la elite, no era sino un par de apellidos y generaciones. Sí, con vergüenza debo admitir que antes de los 15 años no sabía – históricamente –  quiénes eran los Mapuche, Huilliche, Lafkenche; sólo existían en mi registro como categorías negativas (quizás por esa vergüenza me convertí en antropóloga). Ahora pienso en esa violencia feroz impulsada por la clase alta de Osorno, y me avergüenzo de haber sido parte de ella y de haber sido tildada de “líder”. No éramos más que colonos que llevábamos sólo algunos años ahí pero a los que se nos enseñaba a actuar como colonizadores.

Yo no sé cómo será la Alianza hoy en día. Sí he podido constatar que se reproduce, que las mismas familias con los mismos nombres son las que siguen regentes en esta institución. Que algunos ex alumnos hoy trabajan ahí. Y a ellos van mis preguntas: ¿qué rol tiene la Alianza francesa, en tanto que institución que se reivindica de colonos franceses, con la comunidad en la que está inserta? ¿Cómo se hace cargo hoy en día este establecimiento de las desigualdades que está reproduciendo? ¿Qué tipo de humanos – más allá de los resultados de las pruebas de medición escolar en las que sé que a la Alianza de Osorno le va bien – están formando?

Cuando yo me formé en la Alianza, aprendí la cara más dura del racismo: le decíamos “negro” o “indio” al que no tenía apellido francés o alemán o de algún otro origen extranjero, o “pocahontas” a la que tenía rasgos indígenas y así podría dar infinitos ejemplos (fue tanto lo que chocó esto a mi marido, escritor, que está escribiendo una “enciclopedia crítica”, como dice él, sobre el uso de estas categorías). Cuando me echaron, nunca entendí porqué yo y no otros de mi curso que eran peor o igual de “malos” que yo (algunos hasta quemaron el libro de clases para “borrar” las anotaciones negativas, al punto que se llamó a la policía al colegio para investigar el caso). Sin embargo, a ellos no les pasó nada (unos pertenecían a familias latifundistas importantes de la zona, otros a familias de apellido francés). Soy la única persona que conozco que, habiendo tenido de los mejores promedios del curso, fue expulsada del colegio. Hoy me río, lo encuentro una hazaña en cierta medida, pero durante años me he hecho esta pregunta y en el fondo creo que el “expulsar” tiene que ver con el “no queremos de ti aquí”, “no queremos que seas parte de nuestra comunidad”. Hoy, con el problema de la educación instalado en la discusión pública, pienso en esa frase popularizada por Piñera que dice que “la educación es un bien de consumo”. Deduzco entonces que cuando una institución te expulsa está aplicando la siguiente idea: como una empresa, la Alianza podía elegir si querían o no a un cliente problemático como yo. Tal como un banco te rechaza para un crédito. Ellos no querían “hacerse cargo” del problema, así como en algunos colegios católicos se expulsa a las niñas embarazadas, porque, aunque de otra índole, también son un problema. Esto es particularmente llamativo para un colegio que se reivindica laico, que supuestamente “ha estado siempre a la vanguardia de la enseñanza” como profesa el sitio web de la Alianza. Pero creo que ante todo este colegio privado olvida los principios básicos de la educación pública, gratuita y de calidad que el Estado francés lleva a cabo en muchos otros lugares del mundo. Educación que conocí bien cuando a los 20 años me fui a vivir a Francia para estudiar gratis y darme cuenta de cuánto se alejaba el “proyecto educativo francés” de Osorno al francés de Francia. Mi agradecimiento para los profesores de la Alianza de Osorno que me enseñaron, medianamente, a hablar francés.

Mantengo aún algunas buenas amigas de la Alianza a quiénes veo regularmente. No todas son tan críticas como yo del colegio, porque obviamente tuvimos experiencias distintas en él. Y por esto justamente mi pregunta apunta a saber ¿en qué medida un colegio tan selectivo como lo son los colegios privados de regiones integran a los “niños-problema”? ¿Qué se hace en regiones, y más aún en las regiones aisladas del país, cuando las opciones educacionales justamente no son opciones si queremos ver crecer humanos que aprendan a respetar e incluir a los demás? Gracias a que la Alianza no me aceptara como yo era, tomé la distancia suficiente para darme cuenta lo que era maltratar a nuestros compañeros, la violencia de los sobre-nombres y lo que era la segregación de clase, de apellido, de raza, de origen. Formar personas inteligentes (no sólo en cuanto a resultados en la PSU) no era particularmente lo más importante ahí. Quiero creer que ojalá eso haya cambiado, que ojalá la Alianza de Osorno no sólo reivindicara sus “raíces” francófonas, sino que construyera una educación pluralista, que se hiciera cargo de las desigualdades de la ciudad. 

Consuelo Biskupovic

Socióloga

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